El teatro como experiencia parte de una premisa fundamental: que lo que allí sucede, en el espacio, es una verdad. Verdad en el sentido de que cada acto, cada gesto o movimiento, es el resultado de un procedimiento en el cual el artista se ejecuta a sí mismo, da de sí mismo. La relación es intensa porque el artista propone una mirada mutua. No oculta la mirada del otro ni la elude, sino que la busca, construye un diálogo real, una comunión en la que hay, desde luego, un lugar de sacrificio. El artista dice: Soy tu semejante, entrego mi experiencia humana que se enlaza con la tuya para construir un acto de comunión.
El teatro como experiencia propone un compañero, no un espectador. La dificultad más grande es que la experiencia que le propongo a mi compañero no puede ser un simulacro, sino una verdad arquetípica, que nos revela semejantes.
Nos separamos del teatro que le dice al espectador: “mira de lo que soy capaz y tú no”. El teatro como experiencia dice: “mira lo que somos”. Esa es una declaración política, cuestiona el esquema transaccional del arte y propone una mirada esencial, no espectacular de la relación, rechazando de plano la idea de “entretenimiento” y “exhibición”, las nociones de mercado creativo del aparato económico neoliberal, el sentido de uso, de negocio (del latín nec – otium, cuyo significado es “sin ocio”, negación del ocio), y que pretende “ocupar” darle sentido de producción a todo, incluso a lo que no es sujeto de relación comercial.
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Durante las últimas sesiones hemos estado indagando en formas alternativas de análisis del texto, sentido y propiedades de lo arquetípico (y sus posibilidades en el desarrollo de propuestas estéticas), relaciones entre el inconsciente y la consciencia, las tensiones del relato entre lo obvio y el caos que permiten diversas lecturas de la realidad. Hemos propuesto referentes desde el cine, la literatura, las artes, el psicoanálisis y distintas teorías estéticas y antropológicas.
Todavía de manera incipiente y parcial, como en todo inicio de proceso, realizamos intentos que propicien el deseo y estimulen en el cuerpo la necesidad de “traducir” en formas aquello que es apenas concepto. Por ejemplo, las lecturas singulares que hemos realizado hasta ahora (y que deben continuar) sobre el relato de Onetti, que nos han permitido rastrear, en nosotros, posibles imágenes reiterativas, ideas obsesivas, acciones latentes y, sobre todo, material plástico susceptible de ser transformado en propuestas escénicas. Imágenes e ideas con las que intentamos conectar nuestro “ello” con lo arquetípico del relato y que nos conduzca hacia la posibilidad de generar una experiencia colectiva. Esa es una tarea que apenas empieza, que ha quedado esbozada, pero que es fundamental y por lo tanto tendrá un espacio de privilegio, uno de los ejes de nuestro desarrollo creativo.
Por otro lado se han planteado dos de los procedimientos para la búsqueda formal (que no serán los únicos):
Uno de ellos intenta empujar gestos y acciones prosaicas, que pertenecen al estado de vigilia, domésticos, vulgares, a un estadio poético de la imagen y de la acción, a partir de recursos como la reiteración, la aliteración, la incongruencia entre imágenes y gestos, el efecto de extrañamiento temporal o espacial…, permitiendo de esta manera que el cuerpo lleve el gesto convencional a una categoría estética. En últimas es un procedimiento que permite romper con el sentido mimético del gesto.
El segundo procedimiento funciona en dirección opuesta. Se trata de tomar lo inefable que hay detrás del relato o, como ha sido el caso, tomarnos a nosotros mismos como relato, hurgando en nuestra intimidad, intentando llegar a campos de complejidad que casi siempre mantenemos velados, que pertenecen al universo de lo inconsciente o del caos, que se asumen como del Ello. Y digo intentar porque esta no es una materia susceptible de ser aprehendida a voluntad, es escurridiza, esquiva, inexpresable casi siempre y caprichosa. Tomar estos materiales y empujarlos hacia la consciencia y hacia la forma, sin hacerlos obvios, sin intentos de ilustración, sin la necesidad de comunicar o de relatar, sino más bien de compartir una experiencia que se niega a la forma, a través de gestos corporales. Gestos muy codificados, tal vez, pero que deben ser sinceros.
Estamos construyendo lenguaje. Y para hacerlo también se deben crear las herramientas que lo hacen posible.
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Escriban un secreto, una pesadilla, sus deseos, o desde el deseo, o desde lo que lo provoca. Escriban cosas que no se dijeron, o que dijeron en el interior de un armario, en un confesionario vacío, bajo el mar, con la cabeza metida entre la tierra como un avestruz aterrada.
Escriban sus vergüenzas, una lista de amantes con sus lunares y sus señas particulares, los llantos en la oscuridad… Escriban con la convicción de que no será leído, que será quemado, que será olvidado, que pasará.
Escriban varias páginas, como si no se conocieran.
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Hay un culto patológico por la técnica y una desmedida adoración de la destreza y el ingenio. Hemos vaciado de contenido las formas. La nuestra es una época narcisista, ensimismada. Se da mucho valor a lo simétrico, a la factura impecable, al cuerpo como ícono y modelo, siempre dentro de una lógica económica disfrazada de estética.
Hay, desde luego, grandes excepciones en el arte, en la danza. Si tuviera que elegir el camino de lo apolíneo, la idea de una especie de arquitectura del cuerpo en movimiento, y del espacio como escultura en relación con ese cuerpo que la habita, no tendría dudas: elegiría a Anne Teresa De Keersmaeker, la coreógrafa belga que ha construido propuestas tan potentes como “Rosas danst Rosas” o “Achterland”. Ella, para mí, se expresa en el espíritu de Gordon Craig.
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Operamos sobre un primer acercamiento, todavía incipiente pero interesante, al concepto del teatro como experiencia, entendiendo que no pretendemos definiciones o, al menos, no nos interesan más que el ejercicio sobre el cuerpo y el espacio de una construcción de la experiencia teatral que, por ser el teatro un gesto compartido, tenga como alcance el fenómeno que se da entre la mirada (espectador) y el artista.
Los cuestionamientos sobre la posible conceptualización de un teatro como experiencia, nos remiten al lugar del relato, a las formas del “teatro del relato”, y surge la necesidad de comprender ese funcionamiento, tanto en la dramaturgia y el texto literario como en la “pulsión” del espectador por constituir un relato. Sabemos que hay una precariedad en la historia de la “dramaturgia”, que ésta no ha mirado de manera profunda y constante al cuerpo como eje y fundamento del fenómeno teatral, que ha perdido la noción de que “ver actuar” es, quizá, el detonante de una relación más intensa, más arquetípica, que la de entender el relato.
Iniciamos una lectura comentada del relato de Onetti, que nos ha permitido, también de manera precaria todavía, un acercamiento al “texto pivote” de la obra en construcción, intentando abarcar, sin intención de objetividad aún, aspectos de la fábula, la estructura narrativa, elementos histórico-sociales y, sobre todo, construcciones poéticas de extraordinaria intensidad que se convertirán en ejes paradigmáticos para realizar acciones en el cuerpo y el espacio.