
Hay algo inefable en el fenómeno teatral que se relaciona con ciertas condiciones que van más allá de lo cultural, que quizá están sumergidas, cercanas o en torno a lo arquetípico, en todo caso en lugares muy profundos e inaccesibles sobre los cuales no tenemos una posesión muy precisa, al menos al nivel de la consciencia, pero que inexorablemente nos mueven, nos convocan. Siendo más precisos: son las que nos mueven y nos convocan, aunque intentemos desplazar este atributo a otros recursos y procedimientos más visibles. Y estas condiciones, tal vez primitivas, gestadas posiblemente en periodos muy antiguos del desarrollo humano, están asociadas a la presencia, a la cualidad de estar en el presente, en espacio y tiempo, y a la participación.
El teatro es necesario, entre otras cosas, porque detiene el tiempo. Se constituye en una experiencia que acota el tiempo, restituyéndole a la vida un carácter ritual. Necesitamos el teatro para no perdernos en un infinito desalentador, el de las cosas sin término, sin límite, en el que no hay acontecimientos.
El teatro hace del tiempo un territorio de singularidad, le da cualidad, lo concreta, se pone en relación con la memoria, transmutando lo evocativo en presencia. Esto lo distancia del tiempo narrativo de la literatura. Intentar teatralmente el poder evocador de los procedimientos de Proust es un acto desfasado desde luego. Pero más importante que esto, es que ese gesto temporal que se produce es un territorio colectivo que engendra comunidad desde lo simbólico, que propicia un hecho social para nada homogéneo, una interrelación de respuestas críticas, con empatías y apatías, un diálogo sincero entre diversas miradas, plagado de sutiles reacciones que se expresan en los cuerpos, en su respiración, sus posturas, su atención y distracción.
Es mentira que el teatro es aquello que pasa frente a nosotros, esa es una forma extremadamente parcial que desconoce la naturaleza del acontecimiento teatral. El fenómeno es una experiencia colectiva de todos los que participan en ella, los que «hacen» y los que «miran», y que se expande de manera multidireccional. Y es mentira que la participación del que mira está restringida al plano de las ideas, al pensamiento, que no hay actividad y relación corporal. El nivel de relación corporal es impresionante, los intercambios numerosos, la intensidad que se genera no tiene parangón con la raquítica emoción de lo virtual y su narcisismo exacerbado, donde sí es evidente que el proceso ocurre, sobre todo, en el plano mental, el campo del pensamiento. El grado de participación de quienes consolidan la experiencia de lo teatral configura, en muchos niveles y desde una pluralidad de funciones, un organismo dinámico. El Yo es cuestionado, por momentos desaparece, volvemos a ser horda, vinculados por nexos que van más allá de lo racional, que sobrepasan la cultura y que nos entroncan de manera frenética a través de los cuerpos. Sucede algo parecido, aunque con otra intensidad, en ciertas formas populares de la cultura, como la fiesta, el carnaval, el futbol, y en algunas manifestaciones sociales colectivas en las que el individuo se pone en cuestión o, por lo menos, subyace al colectivo.
El teatro no es solo un lugar de ideas, racional, lógico, es un lugar corporal, de ahí su erotismo. Y, como consecuencia, es un espacio que supera lo psicológico. No son entonces los procesos de «identificación» con el personaje los que nos enganchan, sino la relación que establecemos con el actor, con su cuerpo, con ese otro que es igual y es distinto, que nos atrae y al que tememos. La identificación del espectador con el personaje es un proceso posterior, que se relaciona con el relato. Mucho antes, cuando el espectador no conoce todavía el argumento ni reconoce al personaje, cuando el relato no ha sido instalado, ya se ha creado un vínculo, uno más intenso y complejo, con el actor.

La literatura, y de cierta manera el cine, es un lenguaje con mayor eficacia y con recursos más adecuados, no solo en su expresión del relato, sino también en su capacidad de relacionar al espectador con el personaje. Entre otras cosas porque no hay nada detrás ni delante del personaje, su existencia es absolutamente ficcional, hasta la voz del autor se diluye en la ficción, pero sobre todo porque el personaje carece de un cuerpo, de uno real. La relación en el teatro está determinada entonces por esa corporalidad real, por la presencia en tiempo y espacio de dicha corporalidad. Lo extraordinario es el actor, la realidad que se constituye en él, en su cuerpo. En la “virtualidad”, como en la literatura, el cuerpo no existe. Solo hay una representación del cuerpo.
Una cosa son los cuerpos narrados y otra las “narraciones” del cuerpo. Una las representaciones del cuerpo y otra el cuerpo que representa. Son armas que apuntan al mismo blanco pero con distintas trayectorias, no es el mismo impacto ni la misma herida. El cuerpo del funámbulo es el cuerpo de la muerte, o mejor: de su inminencia. No hay, ni con toda la preparación posible, capacidad de anular esa inminencia. Alivia y desilusiona al mismo tiempo ver la red o el arnés. Sin embargo, si hay verdad en el funámbulo, hasta el artificio se olvida y contenemos la respiración al verlo caminar, y él lo sabe: titubea, duda, reconoce las tensiones, el temor, juega con él, se relaciona con la respiración y el cuerpo de quienes sucumben a su arte. Sabemos que si algo pasa ni siquiera cerrar los ojos bastará. Se trata de un cuerpo presente, que se hace nuestro cuerpo, y activa en las mismas proporciones el deseo y el miedo. La impresión es profunda. Pero ese mismo cuerpo, narrado desde cualquier otro lenguaje o soporte, al caer podría no llegar al piso, al caer podría saltar la página, al caer podría cancelarse, aplazarse, o devolverse. Ese cuerpo no existe. La muerte y su inminencia son otras. Su intensidad es otra. Se trata de un relato, y lo que hace poderoso al teatro es, en gran medida, aquello que lo distancia del relato.
Es fundamental el sentido de singularidad dentro de un espacio y un tiempo, acotados, en la construcción del acontecimiento teatral, permitiendo la existencia de territorios de realidad por fuera del flujo anónimo de los días. Sin embargo, no se trata, como se podría creer, únicamente de instalar un universo ficcional. Esa es una enorme reducción que no solo mira con desprecio al hecho teatral, sino que lo perpetúa a una subordinación, la del relato. El espacio real del teatro, el de la experiencia colectiva, es mucho más poderoso que el de la fábula. Tanto, que se puede prescindir de ella, que se puede evitar toda relación con la escritura, la literaria y la dramática, que se puede omitir la intriga —casi toda la escritura teatral occidental es policiaca—, como sucede en algunas otras formas teatrales, y ni siquiera eso socavará la experiencia.

Esta isla temporal, frágil y efímera, que condensa la experiencia humana transformando lo prosaico en extraordinario, permite un sentido de la existencia creando relaciones en donde la contemporaneidad apenas propone conexiones. Y esto, entre otras cosas, porque nos detiene, nos obliga a subvertir los valores de la estructura productiva contemporánea, para que la mismidad no nos agobie, para romper con el tránsito estandarizado y oponer a él una estructura extracotidiana. Una pausa que resignifica —¿por qué no a la manera del sueño? — la realidad. De otra manera caeríamos en la trampa de estar siempre en un flujo sin matices, sin distancia entre la vida productiva y el ocio, entre lo social y lo privado, achatándolo todo, haciéndolo romo, inocuo, para que no sea más que una derivación de nuestra función productiva, para estar siempre “conectados”, en un estado ansioso de consumo en el que ni vemos ni oímos, absortos en un devenir sin fin. Un flujo sin acontecimientos o, peor todavía, con una apariencia engañosa de acontecimiento, movilizados por una realidad construida a la medida de oscuros intereses, aterrados con falsas noticias, motivados por pasiones de utilería.
Puede haber, por desgracia, muchos ojos y pocas miradas. El consumo es, en muchos territorios contemporáneos, una autofagia en los recintos inalterables del individuo, que no genera relación. Se trata casi siempre de un acto transaccional que ni siquiera posee el encanto de lo subversivo, del dealer, del mercado negro.
Siempre hay una transacción, pero cada vez más solo se trata de eso: la transacción misma se convierte en el acontecimiento. Una buena parte de la compulsión contemporánea se produce al convertir la transacción en acontecimiento, en recompensa, desde la obsesión del acumulador hasta la ansiedad del zapping.
Cada espectador, en su cápsula, se asiste a sí mismo, ni ve ni es visto. El otro, el que “hace”, intuye su presencia por los datos económicos o estadísticos arrojados en su cuenta, o por las reacciones —recompensa— del sistema, o por una visualización a destiempo, diluida. Allí se gesta una nueva forma de anonimato en la que la intensidad es solo una apariencia de intensidad que disfraza un infinito tedio. Una operación de pulcritud insoportable, inoculada contra cualquier contagio. Vencido Artaud por una peste no prevista, la de la asepsia. La búsqueda de tender puentes contra el aislamiento no hace más que derrumbarlos, al final apenas queda el reflejo del ensimismamiento en la pantalla, nos vemos a nosotros, nos descubrimos hablando solos. No hay posibilidad de incorporación porque no hay cuerpo, solo un símil. De la misma manera el sexo virtual ha creado una community de soledades en las que el cuerpo, por paradójico que parezca, dejó de existir. La pornografía es un placebo de ritual. El teatro virtualizado también carece de comunidad, solo tiene consumidores y se relaciona con ellos a través de una comunicación sin relación, gestada en torno a una transacción —antibiótica, anónima, distanciada socialmente— que intenta dar la impresión de que allí sucede algo importante. Pretende imponer una necesidad, una forma pasional, como todas las pautas de mercadeo del neoliberalismo, que no sacia. Se promociona en esos valores: la innovación, la empatía, la resiliencia, el emprendimiento, la reinvención, que no son más que un eslogan camuflando la obsolescencia que sustenta el mecanismo productivo.
El otro componente fundamental de ese eslogan es el de la circulación, queen la era de la información tiene un valor enorme. Se trata, en últimas, del más alto nivel de interacción posible de la información dentro de la mayor obsolescencia. El éxito de este esquema radica en tener muchas interacciones en el menor lapso. La cualidad de la información es menos importante que su impacto. La veracidad de la misma ni siquiera es relevante. En su mayoría lo que circula es basura. No hay mucha densidad. Todo circula y se olvida. Incluso se olvida antes de ser consumido, porque no hay principio ni final, sino un flujo permanente en el que un episodio sucede al otro, una temporada a la otra, una serie a la otra. Nada empieza, nada termina, nada cambia. Todo, de nuevo, se aplana.
Ahora se dice que se debe hacer esto o aquello, se habla de adaptabilidad, de transformación. Muchos agradecen la crisis, estaban sin rumbo, no tenían asidero y encontraron por fin un nicho de mercado. Cuestionaban el discurso neoliberal, las políticas culturales derivadas de él, y ahora se trepan en su grupa. El cuestionamiento, el mío propio, es por la naturaleza del fenómeno teatral. Me interesa menos saber qué puede llegar a ser que saber qué es. No me da lo mismo si todo da lo mismo.
La fragilidad de la existencia teatral es el sentido profundo de su naturaleza. La idea de inicio y final del acontecimiento teatral nos remite a lo arquetípico del nacimiento y la muerte, dos experiencias que no pueden ser eludidas ni tercerizadas. No hay realidad teatral por fuera de su breve existencia. Todo lo que queda del acontecimiento teatral es detritus, no es portable, no se almacena ni siquiera en la memoria, porque allí solo podemos dar cuenta de algunos aspectos muy restringidos, no fiables, de nuestro relato personal del acontecimiento. Tampoco hay acceso a aquello que lo origina, puesto que la suma de todos sus componentes es igual a nada. El teatro condensa el lapso, la duración entre estas dos imágenes arquetípicas, porque es un artefacto de presente: todo nace y muere en el mismo instante, en eso se relaciona con la vida, y esto es lo más realista del teatro, no la reproducción objetiva, convencional, del comportamiento y las condiciones humanas. Dice Beckett en su ensayo sobre Proust, refiriéndose al desprecio de éste por los realistas y naturalistas: “Rinden culto al detritus de la experiencia… satisfechos de transcribir la superficie”. No hay teclas de rewind o forward, ni pause ni record. Un arte del presente absoluto, precisamente porque no tenemos control alguno sobre sus antecedentes o su devenir. Negar la incertidumbre es negar el teatro. El intento de desplazamiento de la experiencia en favor de una ilusión serial, en la que nada inicia y nada termina, en la que todo puede ser reiterado hasta el tedio o aplazado, no tiene nada que ver con lo teatral, sino con otros lenguajes. Sobre todo porque se elimina de facto el sustrato ritual que sustenta la representación teatral, y que está asociado a la temporalidad acotada, al espacio extracotidiano, al cuerpo, y a la experiencia colectiva de una repetición no evocativa ni autómata.